viernes, 15 de julio de 2011

DE LO HUMANO Y LO DIVINO

Tengo buenos amigos, excelentes amigos y compañeros, que son sacerdotes católicos. Son cultos, educados, respetuosos y, como es lógico en las personas cultas, amenos  y agradables en el diálogo y la tertulia. Me llevo bien y me siento bien con ellos. Es más, al menos uno de ellos forma parte de la Junta fundadora del Centro de Documentación que dirijo. Les admiro por su cultura, sus conocimientos y, sobre todo, por su manera de ser, su espíritu de tolerancia, de solidaridad, su respeto a las verdades, propias y ajenas, su sentido de  comunidad y su vocación para compartir y disentir. Son, al menos para mí, personas admirables.

Sin embargo, no soy, lo que se dice y se acepta, un “hombre religioso”. Apenas llego a no creer en ciertas cosas, sin caer en el abismo fácil del escepticismo desafiante. A duras penas  escéptico, discretamente dudoso, apenas agnóstico, en el mejor sentido de la palabra. Y, por lo mismo, eso no me convierte ni en adversario polémico, ni en cuestionador incómodo de las verdades y dogmas que mis amigos sacerdotes, con justa y merecida razón, asumen y defienden.

¡Qué bien que sea así! Ya quisiera yo conservar todavía, a mi discreta edad, la fuerza emocionante de la utopía juvenil que los dogmas – versión casi ideológica de los principios – nutren y conservan. Pero, la vida es así. A cada quien nos asigna el puesto que nos corresponde en esta infinita e invisible batalla de principios y aspiraciones. Por algo dicen que no hay peores dogmas que los principios.

Carlos Marx, considerado por los estudiosos y académicos europeos más importantes del año 2010, a través de una incuestionable encuesta, como el científico social más importante del siglo XIX, escribió ( o dijo?) que la Iglesia Católica estaría dispuesta a renunciar al noventa por ciento de sus dogmas a cambio de conservar el diez por ciento de sus intereses. Verdad de a puño, sobre todo si la aplicamos a la conducta de ciertos líderes religiosos aquí en nuestro país.

Veamos los hechos: hace algunos días trascendió al conocimiento público el testimonio de un señor que ha sido considerado algo así como una especie de referente ético en la sociedad hondureña, el llamado Cardenal Oscar Rodríguez. Apenas en dos ocasiones, lo reconozco, he tenido la oportunidad de estar cerca de él. Una vez en una recepción, en el hotel Honduras Maya, de paso, casi fortuito, y otra vez, en un seminario religioso al que me llevó el Presidente Manuel Zelaya (en 2007) para exponer algunas ideas sobre las bases del Plan de Nación que entonces preparábamos para presentárselo al Congreso Nacional. Nunca más – ¡gracias a Dios! – he vuelto a estar cerca de este personaje.

Hoy, al leer su testimonio ante la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, no puedo menos que asombrarme. Apenas eso. La indignación viene o vendrá después. Cómo es posible, me pregunto, que un hombre culto, cosmopolita, políglota, formado y reformado en la doctrina cristiana, su reforma y contrarreforma, sus vaivenes conceptuales y sus mareas de tradición y cambio, pueda caer en ese deslizadero de chismorreo y calumnia fácil, de comentario vulgar, de opinión cursi y ligera, de mentira gelatinosa y difamación irresponsable. ¡Cómo es eso posible!

Dirán que no hay explicación sencilla a esta pregunta. Quizás no. Pero, me pregunto, estará, acaso, el señor Rodríguez dispuesto a dar una explicación, ¿un párrafo siquiera aceptable para explicar este embrollo? No lo sé. Está en un aprieto. Ha mentido. Pero, no sólo eso. Ha tergiversado la verdad, la ha deformado y acomodado a sus propios intereses que, de pronto, son una forma muy deleznable de mentir. Ha mostrado, con abundancia increíble, su doble moral. Es más, y esto es quizás lo más terrible, ha mostrado la doble – y hasta triple – moral de la institución ( no sólo la suya) que dice representar.

El señor Rodríguez, un hombre acostumbrado a mentir y disfrazar su condición sacerdotal bajo la sotana del ritual eclesiástico, hecho para mostrarse como humilde y misionario, no nos debe seguir engañando. En el caso mío concreto, sólo puedo decir lo siguiente: Me acusa, nada menos que ante el embajador estadounidense, Hugo Llorens, de que , en mi condición de Ministro de Gobernación, entorpecí los trabajos de la Iglesia Católica a favor de los migrantes repatriados a Honduras. ¡Vaya falacia!

Precisamente unos días antes del golpe de Estado, apoyado por el mismo Cardenal, estábamos a punto de inaugurar en San Pedro Sula el Centro de Atención al Migrante, una instalación que yo, como Ministro de Gobernación, había apoyado y promovido.

 ¿Qué le pasa, Señor Rodríguez? ¿Son tan grandes su ego, su incapacidad intrínseca para la autocrítica, su voluntad negativa, sus tendencias tan egocéntricas como racionalmente suicidas? ¿Qué le pasa, señor Cardenal?. Conteste. Se ha convertido usted, sin proponérselo, en la negación misma de aquel figurín mediático y empolvado que lucía su rostro golosamente humilde en los medios que, dicho sea de paso, le siguen siendo estúpidamente fieles.

Valdría la pena, señor, eminencia, príncipe, reverendo y no sé cuántas cosas ridículas más habría que utilizar para llamar a alguien que, en puridad de verdad, no es más  - y menos – que un simple y llano ciudadano. Un sacerdote que perdió su camino y fue más allá de sus provincianos sueños. Nada más, señor.

Fuente: VICTOR MEZA
            Facebook, seccion Documentos
                              Valle de Ángeles, 13 de junio de 2011

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