Por Dagoberto Espinoza Murra
La
del sur fue la primera carretera construida para comunicar,
funcionalmente, la capital de la República con el puerto de Amapala.
Allá llegaban las misiones extranjeras, luego en pequeñas embarcaciones
se aproximaban a tierra firme para después, salvando peripecias,
encaminarse a Tegucigalpa. En la administración del presidente general
Terencio Sierra (1898-1902), se dio inicio a los trabajos de tan
importante vía de comunicación. El trazado inicial era diferente a lo
que los viajeros recorren actualmente.
Tenía yo diez años cuando mi padre me
trajo a conocer Tegucigalpa. El recorrido, partiendo de Choluteca, fue
lento, la carretera polvorienta y, el medio de transporte, un camión con
carrocería de madera, al que le adaptaban un asiento para los
pasajeros detrás del motorista, a cuyo lado viajaba el propietario del
vehículo. La parte de la Panamericana estaba aplanada, pero de Jícaro
Galán para acá, a pesar de la pesada carga, el camión zangoloteaba a
los pasajeros.
Cuando se comenzaba la empinada
pendiente, después de cruzar el Puente Real, el motorista hacía los
cambios de velocidades pertinentes. El dueño le decía: “Meté la
segunda, ¿no oís que el motor va ronroneando?”. Después se escuchaba:
“Poné la primera, que esta cuesta es quemadora de carros”. Yo no
entendía aquel lenguaje, pero mi padre me explicaba, con palabras
sencillas, cómo funcionaba el motor del carro. Al rato, el chofer, con
voz de capataz, le gritaba al ayudante: “Poné bien la cuña” (un trozo
de madera atado por un cordel y que colocaba detrás de las llantas
traseras). “Para mayor seguridad, seguía gritando, ponele una piedra a
las llantas del otro lado”.
Parado el vehículo, el motorista
levantaba el capó y dejaba que se enfriara un poco el motor para
después ponerle agua al radiador. Parte de las obligaciones del ayudante
era rociar con agua a las gallinas que transportaban en la parte
trasera del camión; algunas, sofocadas por el calor, morían en el
trayecto y las arrojaban al lado de la carretera.
Proseguimos el lento recorrido y, al
divisar una enorme cruz, en La Estrechura, cerca del Sauce, mi padre
-con voz trémula- se apresuró a decirme: “En ese abismo fracasaron siete
jovencitas que estudiaban en la Normal Central de Señoritas; fue una
tragedia, agregó, pues eran muchachas que se estaban preparando para
llevar el pan del saber a los niños de nuestra patria”. El motorista no
quiso detener el camión, como yo le pedía, pues el dueño dijo que
veníamos con retraso. Llegamos a la capital cuando ya se miraban las
luces del tendido eléctrico y para mí resultaba maravilloso ver tanta
iluminación cuando pasamos por La Granja y luego por El Obelisco. En el
pueblo nos alumbrábamos con lámparas y, cuando en la noche salíamos de
la casa, usábamos un foco de dos o tres baterías.
Todo esto se lo narré el domingo pasado
al periodista Mario Hernán Ramírez. Él me escuchó atentamente y me hizo
algunas observaciones de tipo geográfico; luego me mostró una
recopilación de trabajos, titulada “CORONA FÚNEBRE, consagrado a la
memoria de las ALUMNAS NORMALISTAS que fallecieron el 14 de julio del
año 1929”. Elsa Ramírez, su esposa, me obsequió una copia, la que he
leído detenidamente y desde ese día mi pecho se siente inundado por
un profundo sentimiento de pesar. Ceferina Artica, Clementina Cardona,
Ramona Zúniga, Felícita Pastrana, María Inés Zepeda, Francisca Velásquez
y Manuela Gómez se llamaban las fallecidas.
Cuando las jóvenes estudiantes, muy
temprano, partían para la excursión, el demócrata presidente de la
República, Dr. Vicente Mejía Colindres, se dirigía a pie hacia Toncontín
y las normalistas desde los vehículos en que se transportaban le hacían
saludos afectuosos al mandatario de la nación. El presidente, al
enterarse de la tragedia, se dirigió con cercanos colaboradores al sitio
del accidente y, como médico, brindó auxilio a muchas de las heridas.
Toda la sociedad hondureña se estremeció
ante la infausta noticia y miles de personas patentizaron su dolor ante
familiares y autoridades. Se pronunciaron conmovedores discursos
fúnebres, se escribieron sentidas notas luctuosas, así como emotivos
poemas alusivos a la tragedia nacional. El profesor Víctor F. Ardón,
desde La Ceiba, escribió un extenso poema, del cual tomamos estos
cuartetos: “Las que vio la mañana despertar bulliciosas,/el catorce de
julio de este año fatal,/ entre rezos, suspiros, llantos, lirios y
rosas,/regresaron ya muertas a su amada Normal./Y lloraron los hombres… y
los niños lloraron…/a las madres extrañas, el delirio invadió!/Y todo
era sombrío… las campanas vibraron,/Y Honduras, absorta, de dolor se
vistió”.
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