TEXTO DE ANTONI PUIGVERD – LA VANGUARDIA – BARCELONA - 02/01/2012
Para
preparar un buen guiso de pollo, decía la abuela Remei, hay que dorarlo
con coñac. Pero el pollo, añadía, puede ser también base de un gran
estofado. Ella preparaba el estofado de pollo con tronchos de acelga,
que ahora todo el mundo tira. Primero hervía las acelgas, fileteaba los
tronchos, los rebozaba con harina, los freía y, cuando estaban
doraditos, los reservaba. Paralelamente, doraba el pollo con la cazuela
en llama viva, mientras incorporaba las cebollas y los ajos. Después de
añadir un buen chorro de coñac, dejaba la cazuela a fuego lento para
cocer bien la carne sin riesgo de quemarla. Al cabo de unos tres cuartos
de hora, añadía al pollo un par de vasos de agua. Media horita después,
añadía los tronchos de acelga, que soltaban una parte de la harina con
la que se habían freído. Y el caldo se espesaba, convertido en una salsa
untuosa.
El resultado final era una mezcla de
guiso rustido (en catalán rostit) y estofado. Con la simple ayuda de
las cebollas, el aceite, el ajo y el coñac, se desfibraban y suavizaban
las carnes. Pero al introducir los tronchos de acelga, el jugo se
espesaba y convertía lo que el rustido había separado (la carne
claramente segregada del aceite) en una masa ambigua en la que cada
ingrediente adquiría cualidades de su oponente: el agua de las acelgas
adoptaba, gracias a la harina, apariencia sólida; y la carne del pollo
estaba tan suave que parecía haber adquirido consistencia líquida. Los
tronchos de acelga, por su parte, eran verdura pero tenían apariencia
cárnica: mórbidos y humildes vegetales convertidos en exquisito manjar
festivo.
La abuela no complementaba este guiso
con discursos morales. No guisaba los tronchos de acelga, que hoy se
tiran a la basura, por sentido de austeridad o ahorro. Los guisaba
porque le encantaban. Nos encantaban. Fritos y estofados con el pollo,
no tenían rival. La abuela no discurseaba sobre la comida. Discurseaba
sobre los desastres de la guerra y sobre las dificultades que siempre,
por una razón u otra, había conocido. La gente de su tiempo había pasado
muchas privaciones. Se calentaban con braseros, tenían sabañones,
trabajaban de sol a sol por ganancias de miseria. Cada noche me conducía
hasta la imagen de san Pancracio: salud y trabajo, pedía.
El
otro día, escuché por la radio una información que la locutora narraba
en tono fúnebre. En las compras navideñas, los catalanes han regresado
al pollo. Un ejemplo de la profundidad de la crisis. Abandonando los
langostinos o el foie, muchos catalanes han regresado al pollo.
Ciertamente, comer pollo hoy en día es distinto de comerlo en tiempos de
la abuela. Para las generaciones que pasaron la guerra, el pollo fue
una victoria. Al final del camino de espinas, se encontraba el pollo, es
decir, la rosa. Nosotros hacemos el camino a la inversa, abandonamos el
jardín de las rosas para entrar en el camino de las espinas. No es lo
mismo subir que bajar. Ellos apreciaban la panceta, pero no habían
conocido el jamón. La tostada con aceite les sabía a gloria, pero no
habían visto un croissant en su vida. Disfrutaban con los garbanzos y
las sardinas de lata, pero desconocían la existencia del salmón ahumado o
la vichyssoise. Algo nos ha pasado, en el jardín de rosas donde nos
creíamos instalados para siempre: lo que 50 años atrás era considerado
delicioso, ahora nos parece un castigo. Estamos realizando el
aprendizaje de la decepción. Salimos de la fase infantil (donde la vida
tiene forma de cuento y toda fantasía es exigible). Y nos adentramos en
los bosques de la realidad, que no siempre es sombría, pero sí ardua y
difícil. Con el ánimo ceñudo, entramos en la cruda realidad, cual
adolescente resentido con el mundo. La cultura que ha idolatrado el
placer y entronizado el deseo no soporta la existencia de las
dificultades.
Aunque sigo la receta de mi
abuela, yo guiso el pollo con nabos. De preferencia, nabos de Capmany,
flacos, tiznados, tortuosos. Pero este año no los encontré y usé nabos
corrientes. El nabo es un tubérculo sin glamur, pero da al pollo un
toque singular. Estaba en la cocina, calentando el guiso, mientras los
oía bromear. Cantaban también villancicos en castellano, para incorporar
a la fiesta a las sobrinas de Madrid. La mezcla era notable. Los había
de todas las ideologías: independentistas, izquierdosos, convergentes y
peperos. En mi familia extensa, hay parados y emigrados a Alemania,
jubilados y funcionarios, instalados, precarios y marginales. Como en
todas las familias. Celebrábamos la Navidad agrupados alrededor de una
larga mesa. El bosque de la cruda realidad es oscuro y siniestro. Pero
los claros también existen: familias que se ayudan y ríen, por ejemplo.
En torno al pollo de la abuela, era posible intuir por qué los que
vivieron tiempos más difíciles estaban menos desesperados.
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