viernes, 28 de junio de 2019

Honduras: un país en crisis y un presidente en apuros. El presidente más odiado del mundo por su propio pueblo.


En 2017, Juan Orlando Hernández logró una controvertida reelección en Honduras. Su estilo autoritario, mezclado con corrupción y una política de austeridad, ha sumido al país en una crisis.

Protestas violentas en Honduras.La crisis comenzó con dos decretos sobre la política de educación y de salud en abril. Desde entonces, una avalancha de protestas está arrinconando cada vez más al presidente Juan Orlando Hernández. Según los analistas, las perspectivas de que se estabilice la situación en el país centroamericano son sombrías. “No hay luz al final del túnel”, escribe Juan Ramón Martínez en el periódico hondureño La Tribuna. “Incluso si se logra pacificar a los maestros y médicos en huelga, surgen nuevos grupos con nuevas demandas”. El escritor democristiano está preocupado por la insatisfacción dentro de la Policía y las críticas del conservador Partido Nacional de Hernández. Gerardo Martínez, vicepresidente de la Asociación Libertad y Democracia, ve otro problema en el estilo de gobierno autoritario de Hernández. Impone sus planes sin diplomacia y no siempre en armonía con la legalidad y la democracia.
La Conferencia Episcopal se sumó recientemente a esta crítica: “Si cada problema deriva en conflictos como el que ahora estamos viviendo, acerca de los sistemas de salud y de educación, y si cada conflicto es manejado con la misma ineficiencia, las consecuencias pueden hundir a Honduras en una crisis muy difícil de superar”, advirtieron los obispos en un comunicado inusualmente contundente.
rotestas violentas en Honduras.
Martínez ve el único apoyo para Hernández en el hecho de que tanto los militares como el gobierno de Estados Unidos apoyan al jefe de Estado.
El viernes (21.06.2019), Hernández recibió demostrativamente a soldados de la marina estadounidenses en la base aérea de Palmerola, en las afueras de la capital, Tegucigalpa, que deben ayudar a combatir a las pandillas de narcotraficantes. En esa ocasión, Hernández anunció la movilización de las fuerzas de seguridad en todo el país para detener el vandalismo y derribar los bloqueos en las carreteras.
Duros recortes sociales
Las protestas se desencadenaron por los decretos PCM 26 y 27 para los ministros de Educación y de Salud. A los dos se les dio mano libre para la reestructuración de sus sectores, que los funcionarios públicos consideraron como una carta blanca para recortes brutales, despidos por motivos políticos y privatizaciones. A sus protestas se unieron campesinos, taxistas y camioneros, cada uno con sus propias reivindicaciones, y hace unos días algunos sectores de la policía, incluidas las tropas de élite, que exigían uniformes, dinero de la gasolina y vacaciones, todo lo que les correspondía de todos modos. La consecuencia fueron protestas en las calles, barricadas, policía enmascarada, incendios ante la embajada de EE.UU.
Las protestas están dirigidas contra el curso neoliberal del gobierno.
Sin embargo, el trasfondo de la crisis se remonta a mucho más tiempo atrás. El opositor de Hernández es el político de izquierda Manuel Zelaya, quien fue destituido como presidente en 2009 por empresarios, militares y políticos del Partido Nacional y que desde entonces ha buscado la revancha. Desde entonces, el Partido Nacional gobernó el país, primero con Porfirio Lobo y luego con Hernández, quien está en el poder desde 2014. Los círculos conservadores ven en Zelaya un comunista y hacen todo lo que pueden para evitar su retorno al poder. “Esta es la dicotomía en la que se encuentra el país”, dice Martínez. Hernández fue reelegido en 2017. Según los observadores, las elecciones, las votaciones y el escrutinio fueron dudosos. Empezando por la prohibición de reelección plasmada en la Constitución, que Hernández había violado comprando votos en el Congreso y controlando a la Justicia.
EE.UU. apoya a Hernández
“Mientras EE.UU. y los militares lo apoyen, el cambio no está a la vista”, cree el periodista Noé Leyva. Para EE.UU. es un aliado fiel. Hernández, cuyo hermano se encuentra acusado de tráfico de drogas en Estados Unidos, dio carta blanca al ejército y a las autoridades antidrogas estadounidenses. Tampoco se opone a la dura acción de Estados Unidos contra los migrantes, muchos de ellos de Honduras. Desde la perspectiva del Gobierno de Estados Unidos, Hernández no sólo es un político confiable, sino también un político exitoso que sigue un curso neoliberal y favorable a los negocios. Bajo su liderazgo, la economía creció un promedio del 3,5 por ciento anual, reduciendo el déficit presupuestario del 7,9 al 1,2 por ciento del Producto Interno Bruto. Gracias a las altas inversiones en seguridad, la tasa de homicidios se redujo de 87 por cada 100.000 habitantes en 2011, a 44.
Para la población, sin embargo, poco ha cambiado. Más de la mitad de los hondureños no tienen empleo; cerca del 60 por ciento son pobres. Los vendedores ambulantes critican los altos precios de electricidad y transporte y el dinero de protección, que tienen que pagar a las pandillas juveniles. La corrupción y la impunidad socavan las instituciones. El Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG) habla de una “economía que crece y empobrece”.
La Conferencia Episcopal ve al país en una encrucijada: “Una Constitución violada cuantas veces convenga, unos poderes que no son para nada independientes, un Congreso que se ha convertido en un teatro de pésimos actores, dándole la espalda al pueblo. ¡Basta ya!”, resume el comunicado de la Conferencia Episcopal de Honduras.

Encuestas indican que Juan Orlando Hernández es el presidente más odiado por su propio pueblo y hasta por vecinos como El Salvador.

“Puede ser un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”. Esta frase —de origen incierto pero que con frecuencia se le atribuye a Franklin D. Roosevelt en referencia a Anastasio Somoza, el implacable dictador nicaragüense— se convirtió en la excusa de rigor de Estados Unidos para implementar políticas dudosas durante los años treinta y la Guerra Fría. Se utilizó para justificar sus intervenciones en el sureste asiático, en Medio Oriente y especialmente en América Latina. A menudo, esta lógica resultó contraproducente —Centroamérica, Cuba, Vietnam e Irán son ejemplos notables— pero nunca se abandonó por completo.
Parece que ahora el Departamento de Estado de Estados Unidos ha revivido la estrategia en Honduras. El presidente Juan Orlando Hernández, después de haber reinterpretado la legislación hondureña para buscar reelegirse y de dirigir un recuento de votos tan sospechoso que tanto opositores como observadores internacionales exigieron una nueva elección, ha sido declarado ganador por el desacreditado Tribunal Supremo Electoral de Honduras. Al final, consiguió un segundo e ilegal mandato presidencial.
Washington ha volteado a mirar al otro lado.
¿Por qué? Quizá porque Donald Trump, como lo hizo antes Barack Obama, cree que otra gestión de Hernández será positiva para los intereses hondureños y estadounidenses. Una base militar en Honduras acoge a cientos de militares de Estados Unidos. Quizá esta razón ha pesado más que la lista de actos autoritarios que durante años han cometido el presidente Hernández y su secretario de Estado, Arturo Corrales, para asegurar su permanencia en el gobierno.
Las encuestas muestran que de 10 personas 8 odian al presidente, 1 no comenta y la otra le apoya. Es decir el presidente Hondureño solo tiene el apoyo del 2% del pueblo Hondureño, pero este 2% tiene a empresarios y familias millonarias que se han beneficiado de contratos desde el golpe de estado en el 2009.

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