jueves, 30 de abril de 2020

MONCHO

Por Titortiz
Era septiembre de 1970. Llovía incesantemente y la calle enfrente de nuestra casa en el Barrio Buenos Aires en Tegucigalpa, no estaba pavimentada. Era de tierra y cada vez que llovía era un lodazal. No teníamos garaje y para subirnos al carro nos enlodábamos los zapatos. Hice un caminito doble de ladrillos rafón que iba desde la casa hasta el carro para que mi esposa no se ensuciara sus zapatos al salir para el trabajo.
Una tarde me tocaron la puerta de la casa y me dijeron que unos niños se estaban llevando los ladrillos del caminito. Salí corriendo y en efecto, cual hormiguitas iban en fila india cada uno con un ladrillo. Eran siete. Les grité y y todos me vovieron a ver pues me estaban dando la espalda. Todos soltaron su ladrillo y salieron corriendo. Todos menos uno. El seguía caminando con su ladrillo en las manos, dándome la espalda. Le aplaudí y le grité y el seguía caminando como que nada. Corrí y lo alcancé, le toqué la espalda y me volvió a ver. Cual fué mi sorpresa cuando ví que el niño tenía su carita deforme. Los ojos más separados de lo normal y un lagrimeo constante, todo el tiempo le lloraban los ojitos, la naríz aplastada, sus brazos delgaditos y rígidos. Los otros niños al ver que no lo castigaba regresaron y me explicaron que era sordo mudo. Su nombre era Moncho.
Vestido con ropa muy humilde y sucia. Usaba camisas manga larga para ocultar sus pequeños brazos tullidos. Igual sus manitos. Su piel era blanca y su pelo castaño. Sus grandes ojos claros no me quitaban la vista de encima.
Inmediatamente sentí un cariño profundo por ese niño. Era extremadamente inteligente. Sin poder hablar se daba a entender con sus pujidos y grititos. Todo lo que yo le decía me lo entendía, como que supiera leer los labios.
Le dije que me llevara a su casa y lo seguí. Vivía a dos cuadras de la mía y allí conocí a su madre. Ella me contó que durante el embarazo había tomado para el malestar la famosa droga Talidomida y el niño había nacido así.
Cuanto siento no haber tenido la experiencia que tengo ahora, para haberle ayudado talvés legalmente. No sé.
Lo que sé es que entablamos una gran amistad con ese niño, era cuatro años mayor que mi hija Claudia. Tenía siete años. Todos los días venía de visita a nuestra casa, comía con nosotros y hasta se bañaba en nuestro baño.

Mi suegra se iba de viaje para San Francisco, California. Como era costumbre en ese tiempo, fuimos a acompañarla al aeropuerto un grupo grande de familiares. Desde la terraza de Toncontín la vimos caminar por la pista en dirección a las gradas del avión. Dalcy Gómez, buena amiga de Marta mi cuñada, se puso a llorar. Me extrañó y le quedé viendo los ojos y ella me explicó que estaba llorando de ver como Moncho lloraba por la partida de mi suegra, que se le salían las lagrimas. Ese día con Claudia mi cuñada tomamos la decisión de llevarlo donde un médico. Fuimos a ver al Dr. Chepe Reyes Noyola. Nos regaló unas gotas para parar las lagrimas y cuando Claudia le preguntó que que se podía hacer con la separación de los ojos, Chepe nos quedó viendo y nos dijo en voz baja: Eso ni Mandraque el mago.
Pasaron cuatro años, Moncho andaba con nosotros para arriba y para abajo.
Nos tocó venirnos a vivir a San Pedro Sula.

En uno de los viajes le pedí permiso a su madre de traerlo conmigo de vacaciones. Me lo traje. Estuvo con nosotros una semana y para su viaje de regreso a Tegucigalpa escribí su nombre y dirección en una hoja de papel y le pedí al chofer del bus de Hedman y Alas, dándole dinero para que al llegar, me lo pusiera en un taxi.
Los años pasaron, nunca lo volví a ver. Preguntaba por él y mis cuñadas me contaban que de vez en cuando llegaba de visita a la casa de ellas en la primera avenida de Comayagüela. Que estaba bien grande y que trabajaba en un cine recibiendo los boletos. Que le encantaba comprar Lotería Chica.
Han pasado 47 años de que lo conocí, recuerdo con cariño su carita como si fuera ayer, cuando lo veía jugar con mis hijos, comunicándose con ellos perfectamente. Con su pequeño y delgado cuerpo. Con sus camisitas manga larga.
Hace 6 años fuí a mi barrio Buenos Aires por la muerte de mi padre. Estaba tomándome un refresco en una pulpería a los pies de la iglesia San José de la Montaña, cuando lo ví entrar. Lo reconocí inmediatamente. Ahora alto, con bigote, siempre con mirada inteligente en sus ojos claros. Ya tiene 54 años. Pasó a mi lado, me quedó viendo y siguió de paso. Iba a ordenar algo cuando de repente me volvió a ver otra vez, esta vez con una expresión de cariño en sus ojos y corrió a abrazarme. Te quiero Moncho.

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